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Me llamo John Ford y hago películas del Oeste. Con esta sencilla definición se presentaba el cineasta en alguna ocasión, y parecía dar a entender que lo suyo era un trabajo más. Era, por así decirlo, su contribución a la sociedad. Era como poner una pantalla a todos aquellos que querían intelectualizar su trabajo. Ford quitaba importancia a su profesión, tal vez era para que le dejaran trabajar en paz y sin intromisiones. Su intención, parece ser, fue siempre contar historias. Fue el gran poeta visual de la América del siglo XX. Películas como "El hombre tranquilo", “Centauros del desierto”; “Las uvas de la ira”, “La diligencia”, “El delator” o “¡Qué verde era mi valle” son una prueba de ello.
Yo, me llamo Juan Román y escribo relatos. Vaya por delante que la intención de este aprendiz de escritor es la de comunicar, la de contar historias, la de intentar entretener, divertir o hacerle soñar al lector, si cabe, entre otras cosas.
Alguien decía, no recuerdo quién, que de entre todos los llamados “artistas”: escritores, escultores, pintores, etc, se había demostrado que el que tenía que tener el cerebro “mejor amueblado”, o dicho de otra manera, donde la inteligencia se usaba más a fondo, era sin duda en el oficio de escritor. Y tenían razón, hay que ver lo que se “cuece” en nuestro cerebro cuando estamos gestando una creación literaria. La neuronas a mil por hora. Por lo menos.