CUATRO
Era el último rollo de papel de wáter que quedaba en la estantería de aquel Mercadona de zona residencial, y me lancé como un loco a cogerlo, pero alguien había tenido la misma idea idea que yo y apartándome de un empujón se lanzó sobre el “tesoro” y lo apretó entre sus brazos. Era una mujer, de unos 40 años, con el pelo de mechas y con unos ojos claros que me miraban desafiantes, como si fuera una loca. Vestía informal, catálogo del Mango o del Desigual, o tal vez fuera del Zara, tampoco soy un experto, ya que mi indumentaria estrella son los chándals. Su carro, como el de casi todos iba repleto de víveres, de todos los que yo no había encontrado en las estanterías vacías; el mío, brillaba en la inmensidad con una bolsa de manzanas, dos paquetes de arroz reventados, que entre los dos hacían uno- habría que ver lo que me cobraría la cajera por ellos- y un maltrecho pack de tres latas de atún.
No sé si le di pena, o que pudo suceder, pero ella me ofreció el rollo. Su semblante cambió, y su actitud de loba se transformó en la más dulce de las miradas.
- Podemos compartirlo- dije-. Si vamos a estar confinados…
Ella sonrió y sin darnos cuenta empezamos a hablar. Primero de coronavirus, y luego de nuestras vidas. La cuestión es que nos pasamos los 15 días de confinamiento en su casa, infestándonos de los virus del amor a toda hora que nos lo permitían nuestros cuerpos. Comíamos arroz con pollo y pasta con atún, de forma alterna. De postre manzanas y yogures. También teníamos cerveza, y vino blanco que se acabó al quinto día.
El día que acabó el confinamiento sólo quedaba un trozo de papel higiénico; se lo ofrecí a ella, ante el gesto me dio tal beso que tembló el mundo.