DOS

 

Era  imposible que hubiera alguien por allí, la zona era tan recóndita y tan poco frecuentada que cuando vi a aquella mujer pensé que tal vez fuera una aparición o un espejismo, y tirando de tecnología y dada mi afición a la ciencia ficción, hasta me imaginé que podía ser un holograma o una tele transportación de alguna nave interestelar. A pesar de que estaba prohibido salir de casa por el confinamiento, para no volverme loco hacía alguna excursión por la montaña. Conocía muchos sitios donde era muy difícil encontrarse a alguien, hasta en periodos de mucha aglomeración como podían ser las épocas de los bolets o de las castañas.

La ermita de Santa Helena, el lugar donde la encontré, y según contaba la leyenda, fue el sueño loco de un arquitecto víctima del desamor. El hombre había construido una réplica a pequeña escala de la iglesia veneciana del Redentore en pleno Montseny. En su delirio pensó que tal vez con aquel gesto podría recuperar a su amada. De donde sacó los permisos para construir algo así en un parque natural siempre fue un misterio, pero allí estaba aquel pedazo del Renacimiento, en lo alto de aquella colina y con la fachada orientada al este, para que cuando amaneciera el sol estallara contra el mármol blanco de Istria y produjera un efecto visual tan fuerte como para entrar en catarsis.

Lo primero que ella hizo cuando me vio fue sacar una mascarilla de la mochila. Le avisé que no iba a acercarme, que podíamos mantener la distancia que considerara oportuna. Y así lo hicimos, cada uno posicionado junto a una de las columnas que soportaban el pórtico.

Para aclararme su estancia en aquel sitio, me contó que la ermita estaba dedicada a ella, que aunque no se llamaba Helena, el hombre que tuvo la idea de construirla había usado aquel nombre porque representaba el símbolo de la máxima belleza. Aquel arquitecto había sido su gran amor, pero que por circunstancias que no iba a contar a un desconocido, la cosa no había llegado a buen puerto. Concluyó su historia diciendo que él había sido una de las primeras víctimas del coronavirus y que por eso estaba allí, ya que aunque conocía la existencia de la ermita, nunca la había visitado.

Se le escaparon un par de lágrimas, aunque intentó disimular alegando una alergia a la vegetación. La verdad es que era una mujer muy bella, tanto que dolía mirarla. Recordé a Hume: “La belleza de las cosas está en el espíritu de quienes las contemplan”. Tal vez me estaba enamorando… No era de extrañar que incitara pasiones tales como  construir una ermita. En aquel momento mi imaginación ya estaba proyectando una catedral en el Himalaya. Se lo dije y se echó a reír.

- Es una lástima- dijo dándose la vuelta buscando el camino de bajada-, pero con esto del coronavirus…

- Dicen que en mayo o junio ya se habrá acabado- le grité.

Ella se paró, sacó un rotulador de la mochila y escribió algo en una piedra. Cuando la perdí de vista me acerqué y vi que había escrito un número de teléfono.