Por egoísta

Tarde mucho tiempo en saber por qué me traicionó Mona Swift. Han pasado casi siete años desde que desbarató mi coartada y fui a parar con mis huesos a la prisión del condado de Meyamensing, que tiene fama de ser la peor cárcel de todo el estado de Pennsylvania. Aún me queda condena para rato, y todo por quitar de en medio a un don nadie llamado Edgar O’Malley, un irlandés que tuvo la mala suerte de que se encaprichara de él una de las chicas de Frankie Carpatia, el gran capo italiano de la ciudad de Filadelfia.

He tenido pocas visitas; sólo Jake Romano, uno de los chicos de los recados de Frank, solía visitarme cada año, un poco antes de las fiestas navideñas. Jake me contaba cosas que pasaban en la ciudad, cotilleos de unos y otros. También me hablaba de Mona, ala parecer no le iban muy bien la vida. Frankie la había desterrado al sur de Broad Street, a una zona comprendida entre el río Schuykill y la calle 22, mayoritariamente habitada  por gente de color. Por allí arrastraba lo que quedaba de ella. Según Jake, ya no quedaba huella de la beldad que había sido. El wisqui y su mala vida en aquellos barrios estaban acabando con ella. Mona Swift, la prostituta irlandesa más hermosa y eficiente que jamás tuviera Filadelfia, y que de haber seguido bajo la tutela de Frankie Carpatia hoy tendría su propio negocio, ofrecía ahora sus ya escasos encantos a los hoscos obreros de la industria naval y de las grandes fábricas siderúrgicas. Frankie nunca entendió porque no quise nunca que el cuerpo de Mona apareciera un día flotando en el Delaware. Con mi silencio compré su vida. No sé porque lo hice. Tal vez llegué a sentir algo por ella, o tal vez era simplemente deseo. Creo que aquel cuerpo era como una droga para mí, y me es muy doloroso el recuerdo de las muchas veces que estuve con ella. Hay noches en las que el insomnio derrota al sueño, y entonces doy vueltas sobre la cama, con los ojos cerrados, esperando en vano tropezar con ella, e intentar recobrar aquel calor, buscando como si fuera la respiración aquella sensualidad desbordante de la que me embriagué sin darme cuenta. Ahora lo sé, ahora que me paso el día agarrado a los barrotes de mi celda, esperando que el tiempo se mueva para poder sacar la cabeza del océano más profundo del infierno.

Frankie lo había planeado todo para que Mona me sirviera de coartada en el caso de que me hiciera falta. Nunca había hecho trabajos de este tipo para Frankie, pero mi jefe, el gran Johnny Bill Cesarese de Atlantic City le debería algún favor a Carpatia y me autorizó eliminar a O’Malley. No me gustaba merodear por Filadelfia, había polis que me conocían, especialmente el teniente Mc Bride, un antiguo celador del Eastern State Penitenciary, el reformatorio donde pasé buena parte de mi juventud. Mc Bride siempre andaba sermoneándome, aunque hay que decir en su favor que era de los celadores que menos usaba la porra. Decía que yo era demasiado agresivo. Si alguien me daba un puñetazo, yo le devolvía diez; si alguien me rompía un dedo, yo le destrozaba la mano. ¿Y qué debía hacer? Bastante me habían pegado ya mis padres cuando le daban a la botella, que era casi la mayoría de los días, para permitir que cuatro mocosos de mi edad y tan desgraciados como yo pagaran sus frustraciones y  malos humores conmigo.

Conocí a Mona en uno de los burdeles de Frank. No recuerdo para que me había enviado en aquella ocasión Cesarese, deudas de juego, supongo. Era un tema de mucha pasta y tanto uno como otro querían que fuese entregado en mano para que los sabuesos del Tío Sam no husmearan el asunto. Ambos recordaban como Al Capone había sido metido entre rejas por los impuestos. Frankie se puso tan contento que me dio carta blanca para tomar lo que quisiera, incluidas las chicas. Recuerdo que estaba ya a punto de irme, Filadelfia me ponía nervioso y siempre estaba deseando largarme, cuando vi bajar a Mona por las escaleras que conducían a las habitaciones. Quedé fulminado, mis ojos no podían apartarse de ella. Me excité tanto que tuve uno de esos orgasmos que tiene los adolescentes cuando empiezan a juguetear con una chica. Hablé con Frankie y no tuvo reparos en que me encerrara con ella un par de días. Mona era una buena profesional, y además hablaba poco. Se quejaba de mi brusquedad, pero es que estaba como loco. Cada vez que podía me perdía en aquel cuerpo, agarrándome a aquellas caderas, que seguro que eran la puerta más cercana al cielo.

 

Recuerdo con claridad la última vez que estuvimos juntos, desnudos, recostados sobre el cabezal de una cama del hotel Delmonico’s. Mona Swift bebía a sorbitos su bourbon y fumaba un cigarrillo tras otro; parecía ausente, ensimismada, con la vista perdida en la ventana. No le hacía mucha gracia que prestara toda mi atención al combate de boxeo que estaban retransmitiendo por la radio. Era el 23 de Septiembre de 1952 y Jersey Joe Walcott ponía su título en juego ante Rocky Marciano. La pelea estaba siendo apasionante, y apostaría que fue en el decimotercer asalto cuando Marciano cazó a Walcott en las cuerdas; una derecha terrible estalló en el rostro del campeón y éste se fue a la lona, “por la vía del cloroformo directo a la habitación del sueño” *. Rocky Marciano se proclamaba nuevo monarca con el golpe de K.O. más aislado de la historia de los grandes pesos.

Me había excitado con el boxeo. Apagué mi cigarrillo en el vaso de Mona y me agarré a sus rotundas caderas pata tranquilizarme. Estaba ansioso y no tardé mucho. Cuando terminé estaba muy enfadada, llena de ira aún sostenía el vaso de wuisqui en una mano y el cigarrillo casi consumido en la otra.

-No eres más que un maldito egoísta- me increpó a la vez que estrellaba el vaso contra la pared. Mientras me vestía no paró de insultarme y de echarme cosas en cara que yo no entendía muy bien.- Para ti solo soy un fardo de carne en el que montas cada vez que tu dinero te lo permite. Estoy harta de ti, y de todo lo que lleva pantalones. Llevas más de un año acostándote conmigo y aún estoy esperando el día en que me consideres algo más que un agujero donde te alivias cada vez que se te pone dura. Todos sois iguales, todos buscáis lo mismo y maldigo el día en que permití al primero de vosotros echarse sobre mí.

-Después de tantos hombres ¿aún lo recuerdas?-dije.

Se enfadó más todavía; lanzó la botella y el cenicero contra la sufrida pared y me gritó:

- Claro que lo recuerdo- en ese momento su voz  rozaba la afonía- ¡¡¡ era mi padre!!!. Pero tú no eres mejor que él ni ninguno de los muchos que te precedieron. Cuando te vi por primera vez pensé que podías ser diferente, pero no, Nat Santino es como todos: un maldito egoísta.

Acabó extenuada del sermón que me había soltado. Pidió más wisqui y supuse que cuando ya se hubiera bebido un par las aguas volverían a su cauce. Me marché por la escalera de incendios para que nadie me viera en el vestíbulo. Nos habíamos registrado debidamente y el plan consistía en volver al hotel, junto a Mona, una vez hubiese finalizado el trabajo.

El hotel Delmonico’s estaba ubicado en la esquina de Pine Street y la calle 5, en pleno barrio italiano. Había mucha gente por las calles, los bares y los restaurantes estaban atestados. Se notaba la alegría por la victoria de Marciano. Me hubiera gustado entrar en alguno y tomarme una cerveza a la salud de Rocky, pero no me interesaba que me vieran a aquellas horas en ningún sitio. Llegué al punto de encuentro: Washington Square. Los muchachos de Frankie ya estaba allí. Sin mediar palabra nos dirigimos hasta South Front Street y seguimos el margen del río hasta Girard Avenue. Rugía el motor del viejo Packard bajo la luz de la luna que plateaba el Delaware; la inmemsidad de sus tranquilas aguas me relajaba. Al final llegamos hasta Cramp, la zona de los arsenales donde estaba el escondite de O’Malley. No era mal sitio para esconderse, nadie imaginaría que la bella Thelma moviera su trasero tan al norte de Market Street.

Los muchachos de Frank habian urdido una trampa para O’Malley. Alguien de su confianza, convencido previamente por los medios habituales, le daría la falsa noticia de que Thelma le esperaba en su escondrijo. Recibió el mensaje al salir del estadio donde se había celebrado el combate entre Marciano y Walcott. No perdió mucho tiempo en coger su destartalado coche y poner rumbo hacia allí.

El cuchitril que usaba para sus encuentros amorosos estaba enclavado en el sótano de un ruinoso almacén naval en dehuso. Era un habitáculo cercano a las calderas que él había adecentado un poco. Un mugriento colchón con un par de mantas, sorprendentemente limpias. Una caja de madera hacía de mesita, sobre ella dos vasos sucios y un par de botellas de licor, ambas vacías.  Por el suelo había colillas desperdigadas, y algunas tenían manchas de carmín. El sitio era horrible, y nunca lo hubieran descubierto los chicos de Frankie, pero este mundo esta lleno de fanfarrones y traidores. Puede que Paddy O’Malley, con algunas copas de más, se jactara ante alguien de su preciada conquista, y que éste alguien por cincuenta pavos o menos le traicionara.

La humedad se podía cortar. La vida en esta zona del norte del rio Delaware era dura. Era un buen sitio para esconderse, nadie sospecharía de que Thelma fuera capaz de desnudarse en semejante ratonera. Pero así es el amor, dicen, cuando surge no importa ni cómo ni cuándo ni dónde.

Cogí un poco de frío mientras esperaba. El verano llegaba a su fin, aunque llegué a dudar de que llegara alguna vez a estos antros. O’Malley tardó en llegar, posiblemente su maldito coche no andaría del todo bien. Cuando abrió la puerta sonreía de oreja a oreja, parecía muy contento, supongo que ante la perspectiva inminente de yacer con la bella Thelma. Y también habría apostado por Marciano, y aunque las apuestas iban tres a uno, seguro que algo habría sacado. Llevaba un ramo de flores u una botella. No le di tiempo a cambiar de expresión. Disparé cinco veces: cuatro a la barriga y una en la cabeza cuando ya estaba en el suelo. Frankie estaría contento: una rata irlandesa menos en la ciudad. Los muchachos me esperaban fuera para llevarme de nuevo al hotel. El Delaware ya no me impresionó; la luna se había escondido tras unas nubes negras que amenazaban tormenta. Mandé parar a la altura de Fairmont Avenue, saqué del revolver la bala que quedaba y lo arrojé al río. Durante el trayecto pensaba en Mona, le haría otra vez el amor cuando llegara. Su carne caliente descansaría dormida en la cama del hotel. Eran las tres de la madrugada, más o menos. Tenía casi toda la noche por delante para saciarme de tan maravilloso cuerpo.

El hotel Delmonico’s parecía tranquilo, no había luz en la habitación. Los muchachos se habían marchado para decirle a su jefe que O’Malley ya no era un problema. Subí rápido y con sigilo por la escalera de incendios. El deseo de volver a poseer a Mona casi me hacía temblar. La ventana chirrió un poco al subirla, entré y no había dado un paso cuando la luz se encendió y cual no fue mi sorpresa que vi allí al teniente Mc Bride y a un par de sabuesos apuntándome con sus pistolas.

-¿Qué tal Nat?- dijo el teniente a la vez que me cacheaba.- Supongo que el arma estará en el fondo del Delaware.

Encontró la bala que me había guardado y se la quedó mirando unos instantes. La verdad es que no sé porqué no la arrojé al río. Pensar demasiado en Mona me había evitado tener la cabeza fría y la mente clara, como hay que tener en este tipo de trabajos. -¿Dónde están las otras cinco balas?- preguntó Mc Bride.- Seguro que Paddy O’Malley sabe donde están. ¿ No es así, Nat?

Y entonces se rió, a carcajada plena, mientras sus compinches me esposaban y me arrastraban hacia la puerta. No había rastro de Mona , sólo su olor de hembra poderosa permanecía en la estancia.

No les fue difícil condenarme, aunque no hubiera arma homicida. Los de balística  dijeron que la bala que me encontró Mc Bride y las que había en el cuerpo de O’Malley habían sido disparadas por el mismo revólver. Aquello fue suficiente para que el juardo me declarara culpable. No consiguieron que implicara a ninguno de mis jefes, por mucho que lo intentara el teniente y todo su departamento. Mis sufridas costillas son muestra de ello.

-¿Sabes por qué te traicionó Mona Swift?- me dijo Jack en una de sus últimas visitas.

-¿Has vuelto a verla- pregunté.

-Sí- contestó.- Hace un par de semanas tuvimos que ir a uno de esos barrios que hay entre South Broad Sreet y el río Schuykill, para ajustar las cuentas a un par de estibadores que debían pasta a uno de nuestros corredores de apuestas. Vi a Mona en una esquina, esperando clientes. Me reconoció y me pidió algo de dinero. Estuve hablando con ella el tiempo que tardó en fumarse el cigarrillo que casi me arranca del paquete cuando se lo ofrecí.

-¿Por qué lo hizo?- pregunté roído por la curiosidad.

-Por egoísta- contestó.- Me dijo que no eras más que un maldito egoísta.